Comentario
Los hidalgos constituían, junto con el alto clero, el estamento privilegiado. Como tales, gozaban de privilegios como la exención de pagar impuestos directos, el no poder ser encarcelados por deudas, no ser torturados salvo casos excepcionales, una prisión especial o no ser condenados a penas como galeras o azotes. Además, tenían el honor de no poder ser condenados a la horca, sino a ser decapitados. Las penas impuestas como castigo a la comisión de un delito ahondaban la diferencia de clase, siendo mucho más ligeras las condenas a un noble que a un plebeyo. Crímenes graves como un asesinato podían ser castigados con una multa o el destierro de la Corte, mientras que a una persona del común se le podía castigar con la horca por un simple hurto.
La distancia con los plebeyos era visiblemente marcada en la vida cotidiana. Así, en actos públicos, tenían derecho a ocupar un lugar preferente. También ostentaban el privilegio de comprar carne sin sisa, ocupar determinados oficios o derechos de caza.
A finales del siglo XVI hay en Castilla unas 133.000 familias hidalgas. Todos los nacidos Vizcaya eran hidalgos de nacimiento, derecho reconocido por ley.
No obstante, la nobleza no era un grupo homogéneo, pues también existían grados y tipos diferentes. Organizada jerárquicamente, en la parte superior si situaba la alta nobleza, los Grandes, muchos vinculados con la monarquía por vía familiar y a los que el rey trataba como "primos". Poseían grandes extensiones de terreno, con multitud de sirvientes a su cargo, y tenían el privilegio de no descubrirse ante el rey.
Los "títulos", condes y marqueses, eran más numerosos. También poseían señoríos y recibían rentas, si bien no todos tenían recursos suficientes, como ha atestiguado la literatura (Cervantes, Quevedo). Algunos incluso llegaron a figurar como mendigos en los padrones municipales. Los condes formaban una clase media de carácter urbano y desempeñaban cargos en la administración local, a la par que recibían rentas por sus posesiones. Los hidalgos solían habitar en ciudades medias o pequeñas, villas y aldeas, y sus débiles recursos no les impedían trabajar con las manos, como era su deseo.
La vida ociosa es el ideal de todo noble que se precie. Ocuparse de la apariencia personal, salir a cazar, realizar visitas, etc. son actividades cotidianas de los hidalgos. Esta ausencia de motivaciones hizo tender al estamento hacia el inmovilismo. Así, la alta nobleza, grupo al que en épocas anteriores se accedía por méritos de guerra, se convirtió en cortesana y aduladora del rey de turno, comprada por éste mediante prebendas y favores.
El decaimiento de la actividad guerrera debió propiciar, sin embargo, el auge de las contiendas personales. Los duelos estaban a la orden del día, las más de las veces por cuestiones nimias. Los atentados al honor de los caballeros eran contestados inmediatamente mediante la espada. La situación llegó a generalizarse hasta tal punto que trató de ser prohibida por los gobernantes, como hizo sin éxito el conde-duque de Olivares. Por tanto, hubo que regularla y ordenarla como correspondía a una actividad de caballeros. Surgieron entonces ordenanzas y manuales teóricos. Hasta 1716 la actividad duelística no pudo ser prohibida, ya bajo gobierno de Felipe IV.